martes, 17 de noviembre de 2009

La línea de la perfección


Lo que Yahvé llamó la proximidad a la línea de la perfección hizo que mi hijo, Caín, pudiera preñar a su propia hermana, su esposa, y que ésta concibiera un hijo sano.

Edificó una ciudad al este del Edén, donde había sido expulsado, y la nombró como a su primer hijo, Enoc.

De Enoc nació Irad. De Irad, Mehujael. De Mehujael, Metusael y de él, Lamec.

En ese momento, en el oeste, Eva y Adán esperaban el nacimiento de su hijo Set.

Muchos otros y otras le siguieron, hasta que Adán, finalmente, murió a la edad de novecientos doce años.

Sí, habéis leído bien, a los 912.
Debido, de nuevo, a la línea de la perfección. Vivíais más y erais fructíferos hasta el fin de vuestros días.

Así, Set sería padre de Enós, y éste de Quenán. Y Quenán dio vida a Mahalalel, padre de Jared y de él nació Enoc, padre de Matusalén que engendró a Lamec, cuya esposa dio a luz a Noé.

Por aquel entonces, las hembras eran tan numerosas como los machos. No solo existían Eva y Lilith. Eran muchas las mujeres que poblaban la tierra. Y de nosotros brotaba un inexplicable y poderoso deseo por ellas.

Los que ya estábamos aquí, abandonamos la orilla del Mar Rojo, para cohabitar con el objeto de tal deseo. Y muchos de mis hermanos bajaron, con el ánimo de imitarnos y tomar cuerpos, desposarse con humanas y tener hijos. Hijos fuertes, inteligentes, robustos, poderosos. Hombres de fama.

Pero a Yahvé (nunca se le contenta) no le agradaron estas circunstancias.

Trató de explicarnos que aquello era tan anti-natura como que nosotros copuláramos entre nosotros. Como que los hombres se aparearan entre sí, o las féminas se poseyeran mutuamente.

Aún hoy, sabiendo lo que sé, tan saturado de aquellas y saciado de haber fornicado con estos, no logro comprender tal afirmación. Porque si bien llegué a enamorarme en contadas veces, nunca lo hice a causa del elemento o sustancia, sino del espíritu, de la mente, del alma...

Él no aprobó que los nefilim habitáramos la tierra ni, mucho menos, que tuviéramos descendencia de raza humana. Por tanto, concretó una nueva fecha de caducidad para la carne, que habría de cumplirse para las vidas que estaban por venir, desde aquel instante, en adelante: El hombre no debía sobrepasar los ciento veinte años.

Descontento con la actitud de la raza humana, pensó en acabar con ella porque "los pensamientos del hombre eran impúdicos cada segundo que permanecían despiertos". Hasta que reparó en Noé y le encargó la tarea de continuar con la especie, mientras él destruía todo ser vivo con el diluvio.

Cuando la tierra se cubrió de aguas, mis hermanos abandonaron sus cuerpos, esposas e hijos y retornaron.

Solo dos de nosotros nos resistimos a marcharnos y, sin motivo coherente, nos quedamos contemplando la catástrofe hasta el fin. Después de aquello nadie volvió a buscarnos ni pudimos, aunque lo deseáramos, partir de regreso.

Al principio, nos resultaba fácil permanecer en un mismo sitio durante mucho tiempo. La carne de la que nos habíamos servido para tener apariencia humana tenía una larga vida. Pero, más tarde, todo se fue complicando.

La línea de la perfección andaba lejana. Y, como era de esperar, el barro perdía agua: nos deshidratábamos. Y con la sequía, nuestra piel se arrugaba, perdía su color, su firmeza. Los minerales iban deteriorándose. Las células ya no se regeneraban. Los dientes, caían como hojas en otoño. Los huesos habían cesado de sostener nuestro peso. No éramos capaces de conservar nuestro cabello y, el que permanecía, se tornaba cano.

Estábamos completamente hastiados de andar en busca de una nueva materia rebosante de vida, salud y juventud.

En ocasiones, nos encontrábamos un organismo enfermo y, usando de nuestro conocimiento, podíamos sanarlo y utilizarlo. Pero, muchas otras, teníamos que tomarlos por la fuerza. Esto es, claro está, arrebatarles la vida y sustituirles en sus existencias, sus trabajos, con sus familias.

Así fuimos carpinteros, forjadores de hierro, labradores, pescadores, obreros de la construcción, exclavos, sirvientes, centinelas, soldados, médicos, abogados, maestros, policías, políticos, nobles, faraones, reyes...

No hay oficio que no conozcamos. Ni idioma que no dominemos. Ni palmo de tierra que no hayamos pisado.

De hecho, ¡pobres botarates! No podéis instruirnos sobre nada en lo que, antes nosotros, no os hayamos adoctrinado.

Ya veis que, la línea de la perfección, solo reside en nosotros.
Gadreel,

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